Se van a quedar con el aire
Si la índole de los contendientes, o al menos sus creencias o sus aspiraciones no cambian, es muy posible que se cometan errores de manera reiterada, con lo cual cada vez se aleja más una solución. Si uno de ellos tiene detrás una tradición consolidada, mucho más difícil que la propia guerra será la tarea de hacerle cambiar.
Los conflictos en Afganistán, con participación de poderes extranjeros, han ocurrido desde tiempos inmemoriales de acuerdo con una lógica implacable. Los locales conocen su territorio y saben sacarle provecho. De manera espontánea se aferran a su visión del mundo y cierran ojos y oídos a unos invasores que jamás terminan de saber qué han ido a hacer allí. Los foráneos parecen llevar en el fondo de su alma el cargo de conciencia de la transgresión y no saben bien ni dónde están ni en qué puede terminar la aventura alocada de haber ido a dar a esos parajes habitados por gente con la que, salvo el encuentro violento, no se puede comunicar. Salvo casos aislados, los locales no cambian. A los invasores solo les queda el camino de la retirada, que tratan de adornar con todo tipo de argumentos que jamás alcanzan para tapar sus errores.
La aventura actual de la OTAN, recuérdese Organización del Tratado del Atlántico Norte, en el centro del Asia, no ha podido escapar a esa lógica inapelable de los conflictos en el suelo y la sociedad afganos. Enraizados en su territorio, los locales, aun los que colaboran con las fuerzas occidentales, han visto venir y salir corriendo ya a varias potencias que llegaron con la ilusión de convertir a Afganistán en algo lo más parecido posible a ellas y salieron por lo menos desconsoladas ante su rotundo fracaso. De ahí que tratar de ganar la guerra y sobre todo dejar instalado un régimen con Partido Demócrata y Partido Republicano, Congreso o Parlamento funcionando y ciudadanos participando activamente en la discusión de los asuntos públicos, a la manera de las democracias de Occidente, no es más que asunto de ignorancia histórica, equivocación cultural y limitación militar.
Las calamidades provocadas por tropas fuera de control en desmedro de la población local pueden tener consecuencias devastadoras para el resultado de la aventura inédita de conducir, por la fuerza, al pueblo afgano a abandonar sus tradiciones y prácticas sociales, políticas y culturales, para entrar lo más pronto posible a formar parte del selecto grupo de las democracias de marca mayor. Ignorar a estas alturas la gravedad que puede tener la quema del libro sagrado de los musulmanes, quiere decir que no se ha llegado a la altura suficiente para tratar de manera decente a un pueblo que, equivocado o no, siente el orgullo de su cultura y no está dispuesto a cambiarla por el muestrario de unos guerreros de vitrina, con atuendos impresionantes que en el fragor del combate terminan, como los locales con sus trapos, demostrando que son tan mortales como los demás.
La retirada de las tropas occidentales, cuidadosamente estudiada y presentada con delicadeza ante la comunidad internacional, no se parece ciertamente a la estampida de los rusos cuando salieron corriendo con aire de intrusos con sus herramientas de guerra al hombro, pero no puede ser vista tampoco como una salida de vencedores. Los capítulos que faltan en ese drama iniciado como reacción impulsiva a los ataques del septiembre negro del 2001, están por verse. Y por más que los movimientos sean lentos y proclamen que ya pueden dejar las cosas en manos del gobierno local, cuyas credenciales democráticas están lejos de todos los estándares, la salida de la OTAN es una típica salida de derrotados. Como consuelo, afirman que las fuerzas extranjeras controlan completamente el aire. Y claro, con eso, después de todo, es con lo que se van a quedar.
Los conflictos en Afganistán, con participación de poderes extranjeros, han ocurrido desde tiempos inmemoriales de acuerdo con una lógica implacable. Los locales conocen su territorio y saben sacarle provecho. De manera espontánea se aferran a su visión del mundo y cierran ojos y oídos a unos invasores que jamás terminan de saber qué han ido a hacer allí. Los foráneos parecen llevar en el fondo de su alma el cargo de conciencia de la transgresión y no saben bien ni dónde están ni en qué puede terminar la aventura alocada de haber ido a dar a esos parajes habitados por gente con la que, salvo el encuentro violento, no se puede comunicar. Salvo casos aislados, los locales no cambian. A los invasores solo les queda el camino de la retirada, que tratan de adornar con todo tipo de argumentos que jamás alcanzan para tapar sus errores.
La aventura actual de la OTAN, recuérdese Organización del Tratado del Atlántico Norte, en el centro del Asia, no ha podido escapar a esa lógica inapelable de los conflictos en el suelo y la sociedad afganos. Enraizados en su territorio, los locales, aun los que colaboran con las fuerzas occidentales, han visto venir y salir corriendo ya a varias potencias que llegaron con la ilusión de convertir a Afganistán en algo lo más parecido posible a ellas y salieron por lo menos desconsoladas ante su rotundo fracaso. De ahí que tratar de ganar la guerra y sobre todo dejar instalado un régimen con Partido Demócrata y Partido Republicano, Congreso o Parlamento funcionando y ciudadanos participando activamente en la discusión de los asuntos públicos, a la manera de las democracias de Occidente, no es más que asunto de ignorancia histórica, equivocación cultural y limitación militar.
Las calamidades provocadas por tropas fuera de control en desmedro de la población local pueden tener consecuencias devastadoras para el resultado de la aventura inédita de conducir, por la fuerza, al pueblo afgano a abandonar sus tradiciones y prácticas sociales, políticas y culturales, para entrar lo más pronto posible a formar parte del selecto grupo de las democracias de marca mayor. Ignorar a estas alturas la gravedad que puede tener la quema del libro sagrado de los musulmanes, quiere decir que no se ha llegado a la altura suficiente para tratar de manera decente a un pueblo que, equivocado o no, siente el orgullo de su cultura y no está dispuesto a cambiarla por el muestrario de unos guerreros de vitrina, con atuendos impresionantes que en el fragor del combate terminan, como los locales con sus trapos, demostrando que son tan mortales como los demás.
La retirada de las tropas occidentales, cuidadosamente estudiada y presentada con delicadeza ante la comunidad internacional, no se parece ciertamente a la estampida de los rusos cuando salieron corriendo con aire de intrusos con sus herramientas de guerra al hombro, pero no puede ser vista tampoco como una salida de vencedores. Los capítulos que faltan en ese drama iniciado como reacción impulsiva a los ataques del septiembre negro del 2001, están por verse. Y por más que los movimientos sean lentos y proclamen que ya pueden dejar las cosas en manos del gobierno local, cuyas credenciales democráticas están lejos de todos los estándares, la salida de la OTAN es una típica salida de derrotados. Como consuelo, afirman que las fuerzas extranjeras controlan completamente el aire. Y claro, con eso, después de todo, es con lo que se van a quedar.
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